Yo leo a los maestros

lunes, 14 de noviembre de 2011

Akiko Yosano (1878-1942) Japón

Viniste al fin, y por eso
dejé ir a las libélulas
que conservaba cautivas
entre mis cinco dedos
este atardecer de otoño
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Una noche

En cada cuarto,
en cada jarrón,
enciende una brillante luz;
arregla amapolas y rosas.
Esto no es consolar
sino castigar;
porque aquí, una mujer
—olvidada de alabar
y de responder—,
de pronto deseó llorar
por una nimiedad.
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Un pájaro viene
delicadamente como una niña
a bañarse
a la sombra de mi árbol
en un charco de otoño.
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La primavera es corta,
¿quieres sentir la eternidad?, le dije,
y, tomando sus manos,
las hundí entre mis senos
rebosantes de vida...
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Después del baño
me visto ante el espejo,
y, al observar mi cuerpo,
siento que aún queda algo
de ayer: una cierta sonrisa…
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Mientras me baño
en el fondo del agua,
igual que un lirio en flor…
¡qué hermosos, oh, qué hermosos,
mis veinte veranos!
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Río celeste:
en la cama, con él,
aparto la cortina
y veo cómo, al alba,
se separan las dos estrellas
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Hay un mar en mi pecho
que incluso para mí es desconocido;
en una de sus rocas
se vienen a estrellar todos los barcos
y son vanas mis lágrimas.
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A los humanos
que reclaman amor,
les pondría una miel envenenada
sobre los labios:
ése es mi deseo…
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Tras guardar las muñecas,
cierro el cofre y suspiro
desconcertada, viendo
cómo se ruborizan
las flores del melocotonero
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De los innumerables escalones
que conducen a mi corazón
él subió tan sólo
quizás dos o tres.
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El dia que las montañas se mueven ha llegado.
Aunque lo diga, nadie me cree.
Las montañas, que en otro tiempo fueron activas
entre llamas, sólo duermen un rato.
Mas, aunque lo hayáis olvidado,
creedme, amigos, que todas las mujeres que dormían
ya se despiertan y se mueven.
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